María comienza a trabajar con el propósito más sencillo del mundo: queriendo captar un momento de la luz, la huida a una nube, la brisa que mueve las hojas. Pero el esfuerzo de concentrarse en esas sensaciones fugitivas absorbe y emborracha al pintor de tal manera que termina desgarrando eso que llamamos realidad, la realidad prosaica de todos los días, y entre sus jirones, nos revela otra realidad superior, poética y deslumbrante.
Paisajes de María García-Orea
Por Guillermo Solana
Director del Museo Thyssen-Bornemisza de Madrid
Entre Venecia y Mallorca, y un poco también entre Monet y Mir, se encuentran las últimas pinturas de María García-Orea. Desde finales de los años ochenta, María ha perseguido obstinada y apasionadamente una visión. Su pintura nace de la observación natural. Cuando pinta sus paisajes mallorquines, María se levanta temprano, sale al aire libre; hay en María una enorme fidelidad a las sensaciones de su propia retina. Pero aun comenzando con las intenciones más razonables, en su pintura siempre termina habiendo una cierta deriva visionaria.
María empieza a pintar por ejemplo, una cala mallorquina, pero el azul del agua y del cielo va creciendo y crece y crece, y ese azul intenso y resplandeciente termina por inundarlo todo. O bien María pinta una perspectiva del Gran Canal con los palacios góticos, los postes surgen del agua y la Salute al fondo. Una vista perfectamente familiar. Pero mientras María está pintando esta vista, el sol que refleja el Gran Canal y tiñe el agua de amarillo se va haciendo más intenso y se propaga como un incendio, el Canal se convierte en un río incandescente que intoxica la retina y el cerebro.
Otras veces, en fin, pueden ser esas salpicaduras de luz en sus jardines acuáticos, esas motitas blancas o amarillas que caen por todas partes como una lluvia y parecen danzar delante de nuestros ojos, haciendo de todo el paisaje algo mágico e irreal. Creo que no hay pintora más sincera, menos artificiosa que María.